Fonqui
Por Marco González Ambriz
Ahora que el rock mexicano ya se institucionalizó, con el respaldo de las disqueras (y toda la payola y compromisos que esto conlleva), con las apariciones en la tele incluyendo los Grammys y los premios de MTV (que todos sabemos que valen pa´ pura chingada), con las portadas de las revistas (aunque sean imitaciones macuarras del Hola), parece que a muchos se les olvida que existe otro rock mexicano que se mantiene tercamente en el underground.
No me refiero a los bajos fondos de la Condesa o de Satélite, dominados por la electrónica y los grupitos chistosones-postmodernos, sino a bandas como Transmetal, Especimen y Tex Tex que semanalmente se presentan en las tocadas de aquellos lugares que lejos de figurar en pasquines como Chilango son el territorio exclusivo de la banda pesada de Cuautitlán de Romero Rubio, Tultitlán, la Magdalena Contreras y el Peñón de los Baños. Me atrevo a asegurar que un alto porcentaje de los promotores del rock mexicano no conocen estas zonas ni en tarjeta postal, aunque se las den de muy acá, transgresores y alivianados.
La triste verdad es que detrás de sus piercings, sus tatuajes y su ropa cuidadosamente deshilachada estos personajes son tan fresitas como la clientela habitual de La Boom o El Alebrije y que si desconocen el ambiente rockero de esas áreas es simple y llanamente porque nada más de pensar en trasladarse a Tlalnepantla o a Chimalhuacán se les frunce el chimuelo.
Han pasado casi 20 años desde que Juan Guerrero, en aquel entonces alumno del CCC amenazado por la administración de Margarita López Portillo, acometiera a lo largo de un año la realización de un documental sobre los baldíos y bodegas que se transformaban de improviso en espacios donde la banda podía oír a los heroicos grupos que se atrevían a desafiar a las autoridades y a las buenas conciencias de la época. Estos sitios, conocidos como hoyos fonqui (hago la aclaración para los que lean esto fuera de México… y para los rockeros mexicanos que conocen mejor la escena de Manchester que la de su país), eran tan precarios que casi siempre carecían de iluminación, equipo adecuado, seguridad y hasta taquilla: a veces los músicos se encontraban con que los boletos se vendían en un auto estacionado afuera del local, mismo que desaparecía misteriosamente antes de que ellos pudieran reclamar su parte.
El mérito de Guerrero consistió en tener el valor de llevar sus cámaras a los hoyos fonqui para captar ese ambiente en todo su esplendor y en toda su miseria. Así, podemos ver a la banda inventando sus propios bailes, olvidándose de las broncas familiares y de las exigencias del patrón para mejor dejarse acariciar por las estridencias de un equipo de sonido que convertía cualquier intento de virtuosismo en una tormenta de feedback infernal y también, claro, poniéndose hasta la madre con alcohol, mariguana y otros enervantes.
Esto hace de Fonqui un testimonio invaluable del rock mexicano de hace 20 años, donde podemos ver al Three Souls In My Mind (antes de que Alex Lora cayera en la autoparodia), a Paco Gruexxo y a Enigma en escenarios que estaban siempre a punto de desplomarse. También se incluyen numerosas entrevistas con los concurrentes, que explican con sus propias palabras su gusto por el rock, el acoso de la policía, el rechazo de sus familiares y las nulas posibilidades de escapar de las ciudades perdidas. Se agradece la ausencia de un narrador paternalista que intente convertir el vocabulario de los chavos banda en algo más agradable para oídos clasemedieros. No hace falta. “Nel, dos tres acá chido” es más elocuente que toda la verborrea de Carlos Fuentes y más inteligente que las obras completas de Guadalupe Loaeza.
Mi única objeción es que por las limitaciones del medio los espectadores de Fonqui no pueden sentir el calor humano que se genera en estas tocadas, ni percibir el aroma a thinner, mota y sudor que puede ahuyentar al aficionado más curtido. Existen otros aspectos de los hoyos fonqui que tampoco aparecen en el documental: las monas de a varo, las morras pasotas, la aparición intempestiva y siempre agandallante de la tira y la duda perenne sobre el regreso a casa después del toquín, donde uno está a merced de los guajoloteros y las combis, pero todo esto se disfruta más en vivo y a todo calor.
Al igual que Pepenadores, Fonqui sigue siendo tan vigente como cuando se filmó. Mientras algunos grupos firman contratos con transnacionales y se incluyen sus rolas en el soundtrack de películas infames, el hoyo fonqui sigue siendo la única opción que tienen los rockeros prietos, que no saben usar samplers y que no la arman para el inglés.
El hoyo fonqui es tan poco fotogénico que ni siquiera la demagogia izquierdista ha podido incorporarlo en sus discursos. La explicación es simple.
Aquí los chavos no van disfrazados de indígenas ni llevan pancartas en contra de la globalización o de los alimentos transgénicos. Las causas nobles no les quitan el sueño a los rockeros de barrio, que conocen la explotación de la fábrica y el desempleo crónico demasiado bien como para convertir sus ratos de esparcimiento en un alegato socio-político.
Aquí valen madre las consignas. ¿Para qué reclamarle a las autoridades si están tan lejos, ocultos detrás de sus palacios y sus mansiones? Mejor aprovechar que los monos que están arriba del escenario tocan de la chingada para mandarlos a ensayar a su casa o que la chava que dizque canta no está tan peor para solicitarle de la manera más atenta que se encuere.
El hoyo fonqui nunca será un semillero de revolucionarios ni una moda más para alimentar a los medios de comunicación. Podemos estar seguros que los publicistas jamás pensarán en usar su fauna de chemos, punks y mariguanos para vender chicles, refrescos o tampones. Mientras otros se empeñan en hacer del rock nacional un producto para consumo masivo, Fonqui nos recuerda que esta música le pertenece a los marginados.
FONQUI
Dirección, Guión, Edición: Juan Guerrero; Producción: Centro de Capacitación Cinematográfica; Fotografía: Luz María Rodríguez, Ramiro Romo; Música: Three Souls In My Mind, La Cruz, Paco Gruexxo, Vuelo Libre Mexicano, Karlheinz Stockhausen
México, 1984, 32 min.